Disfrutando
de los sentidos en el Camino Lebaniego.
Nuevamente en el camino: camino de vida, de espíritu, de amistad, de
experiencias, de… Muy temprano, los mismos que en 2016 afrontamos el Camino de
Santiago: María Jesús, Toñi, Maricarmen, Sebastián y Víctor M., hacíamos lo
propio, ahora en
dirección a Cantabria, con el fin de realizar el camino desde
San Vicente de la Barquera hasta Santo Toribio de Liébana con la intención de
salvar los 72 km del recorrido creyendo que, dividido el trayecto en cinco
etapas, resultaría una empresa más fácil que la jacobea; no contábamos con el
perfil montañoso, la vegetación y la climatología; tampoco con los bellos
parajes que nos disponíamos a hollar y disfrutar. Ni que decir tiene que
preparar la citada aventura requería de una serie de preparativos y reuniones
previas que aprovechábamos para, en torno a una mesa en la que servimos
calamaritos con langostinos y salsa de cebolla, conejo en salsa y un pastel de
limón, en la primera ocasión, y una excelente sardinada, picadillo y chuletón
de Ávila, más una pizza de frutas como remate en la segunda sesión, en ambas
situaciones trasegando cerveza fresca y buenos vinos para mejor acompañar tan
excelentes viandas, programar la citada peregrinación. En dichas reuniones
llevábamos a cabo una puesta en común sobre las fechas más adecuadas, jornadas
a realizar, material que debíamos llevar, paradas previas y posteriores a la
peregrinación propiamente dicha. Lo primero fue disponer qué días utilizaríamos
para nuestro reto, decidiéndose, tras posponer un día la salida, que lo
haríamos entre el 5 y el 14 de agosto; lo segundo fue decidir el medio de
transporte, concluyéndose que dos autos sería lo más cómodo para nuestra
empresa y, en tercer lugar, y no menos importante, establecer los lugares donde
descansaríamos y pernoctaríamos.
Domingo, 5 de agosto. Muy temprano, desde
las playas onubenses de El Portil y Punta Umbría, en un auto, Sebastián, María
Jesús y Toñi tomaron la autopista A-49 en dirección a Hinojos donde Maricarmen
y Víctor M. esperábamos con el otro coche, saliendo hacia las 08:00 h con
dirección a Palencia, nuestra primera parada en dirección hacia San Vicente de
la Barquera. Por la Vía de la Plata, con parada en las afueras de Almendralejo
para desayunar, discurrimos plácidamente en dirección a Palencia, parando
cuarenta km antes de llegar a la capital de la Tierra del Pan para comer algo.
Una vez en Palencia, nos alojamos en el Eurostars Diane Palace, con breve descanso
antes de salir en dirección a la Bella Desconocida, la catedral palentina de
San Antolín. En ella, nuestra amiga María Jesús Arija, palentina ella, nos sirvió
de eficiente cicerone en nuestro paseo por las naves catedralicias y su claustro,
llamándonos la atención sobre una reja multisecular, el coro, algunas de las
magníficas capillas de tan maravilloso templo o sobre una de las gárgolas de
aficiones fotográficas que
decora el exterior del templo; con posterioridad
nos llevó hasta la iglesia de San Miguel, haciéndose eco de la tradición que
sitúa en ella los esponsales de Rodrigo Díaz, Mío Cid, y Jimena; seguidamente
nos acercó hasta la umbrosa ribera del río Carrión mientras nos contaba sus
aventuras infantiles sobre el río helado de ella, sus hermanos y algunos compañeros
de instituto; a continuación, tras cursar una rápida visita a la Iglesia de la
Compañía donde se venera a la patrona, la Virgen de la Calle, llegamos a la
Calle Mayor y a la hermosa Plaza Mayor dominada por la escultura de Alonso de
Berruguete. Algo de reposo en ella y un refrigerio amparados bajo una sombrilla
antes de dirigirnos a cenar a Casa Lucio: acertada y grata elección. Ensalada
de queso, torreznos, fideos tostados con foie, solomillo de ternera, chuletillas de lechal y
un tinto de Toro pusieron fin a nuestra primera jornada viajera; un paseo nos
ayudó a aligerar la cena antes de retirarnos a nuestro hotel para descansar.
Lunes, 6 de agosto. Poco después de las
ocho de la mañana desayunábamos en un bar junto al hotel, recogimos el equipaje
y en nuestros coches tomamos dirección a Frómista. La bella iglesia de San
Martín de Tours, en pleno Camino de Santiago, nos esperaba. A todos nos encantó
su pureza de líneas, sus torres cilíndricas, su esbelto cimborrio y la delicada decoración jaqueada,
así como la geometría de sus ábsides. En su interior llamó nuestra atención el
Crucificado medieval y los capitales historiados de las columnas adosadas a los
pilares. Tras nuestra fructífera visita, muy cerca, fuimos a ver algunas de las
iglesias rupestres de la zona (San Pelayo) y aprovechamos para alargarnos hasta
la capital de las galletas, Aguilar de Campoo, sede de la Exposición de Arte
Sacro de Las Edades del
Hombre (Mons Dei). Bellísima localidad en la que
destacan la iglesia de Santa Cecilia y la Colegiata de San Miguel, sedes de
dicha exposición. En la misma plaza del pueblo, junto a la citada Colegiata, unas
ensaladas y unos bocadillos, acompañados de agua y cervezas, nos ayudaron a
mitigar el hambre hasta completar el camino en dirección a nuestra próxima
parada: Ubiarco, Santillana del Mar, en la Posada Mediavia. Imaginamos que
acogedora en invierno, pero en verano, una en una noche de bochorno, y en
habitaciones en la planta baja con dificultad para abrir las ventanas, ya no
resultaba tan confortable. Por la tarde salimos en dirección a Santillana del
Mar, bellísima población con hermosas casas blasonadas, magníficos paradores,
museos y una Colegiata (Santa Juliana) y un claustro dignos de especial mención. Pasear por sus
calles empedradas en el crepúsculo
resultó un placer. Y la cena en el patio de
Casa Miguel, un hallazgo. Entre los platos que degustamos, destacar ensalada de
tomate con ventresca, melón con jamón, bacalao al pilpil sobre base de pisto, lomos
de lubina a la plancha y un cachopo relleno de jamón y queso. Todo exquisito. ¡Ea…!,
a la posada Mediavia a pasar una noche toledana (por lo del calor).
Martes, 7 de agosto. 1ª Etapa: San Vicente de la Barquera/Muñorrodero
(13 km). ¡A madrugar! Y en un coqueto comedor de la Pensión Mediavia nos
sirvieron un apetitoso y reparador desayuno ya que… COMENZÁBAMOS A PEREGRINAR.
En los
dos autos salimos en dirección a San Vicente de la Barquera, donde
dejamos a nuestras tres compañeras de aventura que, desde la iglesia de Ntra.
Sra. de los Ángeles, iniciaron el camino mientras nosotros, con los dos coches,
fuimos hasta Muñorrodero donde dejamos uno de ellos y volvimos con el otro
hasta San Vicente de la Barquera. Desde la misma hermosa iglesia iniciamos el
camino admirando la belleza del municipio y su amplia ría, la elegancia del
Puente Maza, de los ss. XV y XVI, con sus veintiocho ojos y, alternando
carretera y camino, nos metimos de lleno en un recorrido en el que se daban la
mano dos rutas de peregrinaje: la jacobea y la lebaniega. Por el camino, además
de los agradables paisanos, nos saludaban hermosos paisajes y esbeltas torres
defensivas, como la Torre Estrada, de origen medieval, mientras, poco a poco,
llegábamos al fin de nuestra primera etapa que alcanzamos cuando las chicas del
grupo ya estaban entrando en la población. Tras algunos simpáticos y cómicos
ejercicios de estiramiento y relajación, mientras ellas se acomodaban en la
puerta de una bar-restaurante, nosotros fuimos en el coche a recoger el otro
que dejamos en San Vicente, volvimos y nos dispusimos a comer en el citado bar:
ensalada, manitas de cerdo, guisantes con jamón, estofado de patatas y ternera
y huevos fritos con patatas y jamón. Un café fue el postre apetecido tras
sentirnos saciados después de un esfuerzo engañoso, pues creíamos que, a pesar
de conocer los perfiles, la dificultad de este camino no iba a ser mucha,
similar a la de los últimos 120 km del de Santiago. ¡Craso error como ya contaremos!
Tras
el almuerzo, que terminó relativamente tarde (pasadas las 16:00 h), tomamos en
nuestros autos dirección a Cicera, nuestra base de operaciones durante el
camino. En El Molino de Cicera, agradable
casa rural, nos acomodamos para una
estancia de cinco días y, tras preguntar a la señora que regentaba la misma,
Asunción, y siguiendo sus consejos, nos acercamos hasta Quintanilla para
comprar vituallas con el fin de hacer algunas cenas en casa ya que en las
poblaciones limítrofes, y en la propia Cicera, tampoco es que hubiera mucha
oferta, aunque más adelante descubrimos que sí que había posibilidades, y muy
apetecibles como ya veremos. Huevos, verduras, fiambres, leche, café, sopas
de sobre, pan, yogures… En una tarde que amenazaba lluvia, preparamos la cena a
base de ensalada, sopa, jamón cocido y queso, y mirábamos las predicciones
meteorológicas en Internet, que en muchas ocasiones daban porcentajes elevados
de lluvia que, durante todo el camino, no se cumplirían afortunadamente, aunque
en alguna ocasión, un poco de lluvia hubiese sido de agradecer. Un rato de
charla, puesta en común y decisión de la hora de partida al día siguiente nos
empujó a todos a la cama.
Miércoles, 8 de agosto. 2ª
Etapa: Muñorrodero/Cades (15.2 km). Tras un desayuno fuerte (tostadas,
mantequilla, jamón, café, zumo…), partimos en los dos coches hasta Cades, donde
dejamos uno de los autos, y con el otro fuimos los cinco hasta Muñorrodero para
iniciar la etapa desde allí. Poco después de las 09:00 h estábamos caminando
por un trayecto verdaderamente hermoso que era la ruta fluvial del río
Nansa. Espectacular por su belleza y por la riqueza faunística y de flora de la
zona: truchas, salmones, patos y hasta nutrias que nosotros, desgraciadamente,
no vimos. Una vegetación fresca y exuberante, verdaderos bosques-galería, nos
acogía, entretenía y hasta hubo tiempo de impresionarnos con la cueva de los
murciélagos. Pero tanta belleza, que no cansa, sí entretiene, y no nos avisa de
la dureza que está por llegar. Las 2/5 partes del recorrido que estaban por salvar
nos reservaba
una sorpresa algo más dura. Además de tener que salvar un
desnivel pronunciado, llegar hasta una presa hidroeléctrica y volver a superar
otro desnivel respetable, llegamos hasta la carretera y en ella enfrentarnos
con desniveles al final del camino que también resultaron exigentes. Una bella
y desvencijada iglesita románica y otra torre vigía, la de Cabanzón, vigilante
desde el Medievo, nos saludaron en nuestro camino. En Cades sí que nos sentimos
realmente cansados, situación que por nuestra experiencia siempre suele notarse
en la segunda etapa y, en este caso, también, debido a la dureza de la misma.
Sebastián se había adelantado e investigado dónde podríamos comer, resultando
la cercana población de Celis el lugar elegido. En el auto que habíamos dejado
en Cades volvimos hasta Muñorrodero para recoger el otro y, con ambos, acercarnos
hasta Celis y en ella al restaurante La Portilla, otra buena elección.
Tras
una corta espera, que aliviamos con unas cervezas heladas, y aprovechamos para
ir al aseo, nos acomodamos en una mesa para los cinco junto a una ventana del
restaurante, ya muy tranquilo pues era tarde. Ensalada templada, croquetas
–exquisitas–, mollejas rebozadas, cocido montañés, solomillo de ternera,
cerveza y tinto calmaron nuestro apetito, endulzándonos el paladar el arroz con leche y el
flan de orujo. Tras el almuerzo, retornamos a Cicera, descansamos un ratito y
salimos en dirección a San Vicente de la Barquera para avituallarnos en un
supermercado de dicha población: frutas, verduras, diversos tipos de quesos y
conservas de anchoas fueron objeto de nuestro interés. Llovía, razón por cual
desistimos de la idea de tomar algo en la población; realmente fue el único
día, por la tarde, en que llovió con cierta intensidad. Aprovechamos para sacar
dinero de un cajero y volvimos a Cicera. Cenamos en casa: sopa, ensalada, queso
fresco y de oveja y algo de fiambre… y a la cama tras decidir el horario del
día siguiente.
Jueves, 9 de agosto. 3ª
Etapa: Cades/Cicera (15 km). A las 06:55 h suena el despertador y
después de ducharnos preparamos el desayuno. Antes de las 09:00 h nuestro coche
nos había llevado hasta Cades, desde donde partimos en nuestra tercera etapa. Prometedora
e ilusionante al principio, con suaves cuestas y piso firme (carretera), se
convirtió en un pesado intermedio a partir de Lafuente (donde se puede
disfrutar de la preciosa iglesia románica de Santa Juliana con una curiosa
inscripción de José A. Primo de Rivera). A partir de esta población abandonamos
la carretera y tuvimos que salvar desniveles muy exigentes para retornar
nuevamente a la carretera a poco más de 3 km antes de llegar a Cicera pero…,
nuestra flecha y cruz rojas, que señalan la dirección del Camino Lebaniégo, nos
llevaron por un antiguo camino medieval, al principio entre vacas, pero con un
piso endiablado, peligroso podría catalogarse por el riesgo posible de una
torcedura; fueron algo más de 45 minutos tortuosos que, finalmente, nos
llevaron a Cicera. Fin de etapa.
Para
comer, tuvimos el acierto de investigar si podríamos hacerlo en la Taberna de
Cicera (Sebastián lo hizo) y sí, pudimos comer y, otra vez, fue una decisión
atinada. Ensalada, garbanzos con langostinos, costillas, filete de ternera a la
plancha y arroz con leche y natillas con galletas nos ayudaron a olvidar la dureza
de nuestra última etapa. Las dueñas del lugar, dos eficientes chicas, nos
atendieron estupendamente.
Por
la tarde fuimos a Potes, bellísima población, dominada por la Torre del
Infantado, y con muchas casas blasonadas, dedicándonos a comprar: garbanzos para
hacer el cocido lebaniego a nuestro regreso, anchoas, suvenires (dedales,
tazas, imanes, etc.). Seguidamente, en nuestros autos, fuimos a Cabañes, donde
dejamos uno de los coches, y volvimos a Cicera. Una cena ligera en casa, nuestra
puesta en común y decisiones sobre el horario para el día siguiente pusieron
fin a nuestra jornada.
Viernes, 10 de agosto. 4ª
Etapa: Cicera/Cabañes (12 km, aunque creemos que fueron más, además de salvar
un fuerte desnivel). Otra vez, antes de las 07:00 h, sonó el despertador.
Desayunamos copiosamente e iniciamos el camino, remontando la
ribera del río Cicera, afluente del Deva, que durante un buen rato nos arrulló mientras
ascendíamos por unos hermosos parajes que nos resultaban menos duros por estar
realizándolos en los inicios de la etapa. En ocasiones tuvimos que salvar
algunos arriesgados pasos que excitaban nuestro espíritu solidario. Una cohorte
de chopos, álamos, olmos y castaños, junto a hayedos, robledales y carrascales daban
cobijo a un potente sotobosque en el que dominaban los helechos y plantas
olorosas, creando un ambiente umbroso que aligeraba las dificultades del
ascenso. Una vez superado el desnivel, la presencia de vacas, y sus defecaciones,
nos ponían sobre aviso ante el riesgo de pisar semejantes “regalos”. Fotos,
breves descansos, e iniciamos el descenso. Nos resultó bastante más duro que el
ascenso al tratarse de una zona menos húmeda, más despoblada de vegetación y
con un piso más pedregoso y, por ello, exigente y peligroso. La visión en la
lejanía de Lebeña nos angustiaba y, por fin, llegamos a dicha población pero…,
quedaba lo peor: pasada la población, cruzamos el río Deva y, desde Allende,
iniciamos un ascenso que nunca se nos olvidará y que venía marcado en nuestros
apuntes para ser realizado en algo más de dos horas. A pesar de su extrema
dureza, en menos de hora y media alcanzamos el albergue de Cabañes sin dar
crédito a ello, pues la subida resultó angustiosa en algunos momentos. Unas
bebidas isotónicas nos llevaron en poco más de cinco minutos hasta el pueblo,
meta de nuestra cuarta etapa.
En
el coche que habíamos dejado el día anterior en Cabañes, tomamos dirección a
Potes, almorzando en el restaurante Don Pelayo que, tras la siempre presente
ensalada, nos ofreció unas alubias blancas con setas –exquisitas–, merluza de
pincho a la plancha… Visitamos la iglesia de San Vicente, donde se hallaban
estandartes de la patrona, la Virgen de Valmayor, y donde oímos a una señora
que tocaba el órgano extraordinariamente. Compras y retorno a Cicera. Breve
descanso y cena en la Taberna de Cicera: ensalada de queso de cabra, miel y
mostaza, croquetas de jamón y queso y una tabla de cecina, queso y jamón.
Exhaustos, paseando volvimos hasta nuestra vivienda rural, miramos al cielo,
consultamos, como cada día, la previsión meteorológica que nos dijo lo que sí
pasaría al día siguiente: día caluroso; de las pocas veces que acertaban. Y a
dormir que nos esperaba la última etapa.
Sábado, 11 de agosto. 5ª
Etapa: Cabañes/Santo Toribio de Liébana (13.7 km). El despertador sonó
poco antes de las 07:00 h, ducha y desayuno completo: café, zumo, pan,
mantequilla, fiambres, sobao pasiego, quesada… ¡En marcha! Nuestros dos autos
tomaron dirección hasta el monasterio de Santo Toribio de Liébana, donde
dejamos un coche y con el otro volvimos hasta Cabañes, punto de partida de
nuestra última etapa. Descendimos por un camino incómodo aunque no difícil que
corría cerca de la carretera y que nos
exponía constantemente a un sol cada vez
más inclemente. Los km centrales, prácticamente por la carretera, no fueron
especialmente duros pero, una vez atravesamos Potes, los últimos tres km sí se nos
hicieron bastante duros. En esos momentos se pone a prueba nuestras ansias de
superación y se excitan nuestros sentimientos solidarios con la intención de
que todos, los cinco, podamos coronar el reto. Especialmente bien llegaban los
consejos de Sebastián para modular el esfuerzo y conseguir que, al fin, todos
hayamos logrado lo que nos proponíamos.
Ya
en el monasterio, con gemelos, sóleos, isquiotibiales, tendones (el de Aquiles
incluido) y toda la parafernalia muscular y ósea que pensar se pueda dolorida
(Sebastián dixit) nos sorprende que todo esté cerrado hasta las 16:00 h,
decidiendo en ese momento volver a Potes para almorzar y regresar cuando
hubiesen abierto. En Potes, tras muchos intentos fallidos para reservar,
finalmente conseguimos sitio en la Bodega Aguilar, junto al río Quiviesa. Una
ensalada templada de gulas y gambas, para comenzar, y después cocido lebaniego,
tacos de merluza con salsa alioli, lomo adobado de la casa con queso y steak de
ternera con pimientos y patatas. Arroz con leche, cuajada y flan de orujo
pusieron el cierre a tan suculento almuerzo.
Poco
después de las 16:30 h estábamos de vuelta en el monasterio, visitamos su
claustro, el hermoso templo y el sagrario o capilla del “Lignum Crucis”, donde,
según la tradición, se guarda el trozo más grande del madero que sirvió para crucificar
a Jesús y que, según estudios de radio carbono 14, se trata de un pedazo de madera
de ciprés datada aproximadamente hace unos 2000 años. El mismo fue traído hasta
allí por Santo Toribio. Es un momento íntimo, de espiritualidad, religiosidad,
incluso de enfrentarse a uno mismo y a sus retos y sus miedos, y es un momento
de amistad. Quizá no sintiéramos lo mismo que el día que llegamos a las puertas
de Santiago, pero a fe sí que podríamos decir que lo dicho más arriba sí que lo
experimentamos. En ese momento damos por bueno todo lo pasado, gozo y
sufrimiento, acuerdos y desencuentros, pueriles discusiones y afectos que se
entrecruzan en unas relaciones queridas y… ¿por qué no?, podemos citarnos para
un nuevo reto. Ya se hablará.
Después
de recoger nuestras credenciales, aunque lo que acredita nuestro esfuerzo está
grabado en nuestros corazones, y fotografiarnos ante la Puerta del Perdón,
tomamos dirección a Potes y seguimos hasta Cabañes para recoger el otro coche y
volver a nuestro “hogar” de Cicera. Teníamos intención de volver a cenar en la
Taberna de Cicera, pero ya no había sitio, recomendándonos un bar en Linares,
el Garaje. Y otra vez hubo suerte: queso blanco con anchoas, ensalada, bonito a
la plancha con fritada de cebolla y pimiento, gambas al ajillo y filete de
ternera. Arroz con leche, el rey de nuestros postres en Cantabria, aunque no el
único, fue el broche a nuestra cena en esta pequeña población. Volvimos a
Cicera y a la Taberna de Cicera con la idea de tomar una copa: dos gin tónic, wun
isky con cola y una manzanilla al fresco de la noche pusieron el colofón a
nuestra última noche en la citada población.
Domingo, 12 de agosto. No tan temprano
como en días anteriores, nos levantamos y arreglamos nuestras maletas, ducha y
desayuno, ya más relajados que en días anteriores. Tras pagar a la señora,
abandonamos Cicera con dirección a Fuente Dé. Allí subimos por el funicular
hasta los Picos de Europa, una experiencia interesante con vistas increíbles,
almorzando en el restaurante Los Molinos, cerca de Camaleño,
donde teníamos reserva en el Caserío. La verdad que el almuerzo también fue
bastante bueno: borono (morcilla frita), ensalada de ventresca, chuletón de
ternera, lechazo al horno con patatas fritas y pimientos… No faltó el arroz con
leche y el suflé de natillas. Tras el almuerzo fuimos hasta El Caserío, nos
aseamos, descansamos un poco y volvimos a la carretera para hacer un corto
recorrido hasta Mogrovejo, ejemplo de municipio cántabro en 2017. Un
hallazgo:
sus casas, el paisaje, el torreón enhiesto de su antiguo castillo, su coqueta y
hermosa iglesia -Ntra. Sra. de la Asunción- con un retablo de influencia churrigueresca y un colorido y acabado
naif, su pequeño cementerio y su escuela-museo; una tarde para recordar.
Incluso nos sentimos escolares y a más de uno se nos puso un nudo en la garganta
al ver los cuadernos de caligrafía, la enciclopedia Álvarez, pizarras y
pizarrines y bancas con dispositivo para el tintero. Nuestras vidas pasaron ante
nuestros ojos en unos instantes; al menos una parte importante de las mismas:
la de nuestra formación.
Volvimos
a Camaleño y cenamos en el restaurante de nuestro hostal: ensalada, croquetas,
tabla de quesos, cecina, jamón… y, sin postre, a las habitaciones: un partido
de fútbol de infausto recuerdo o una película pusieron fin a nuestro penúltimo
día de aventura.
Lunes, 13 de agosto. A repetir el
ritual: ducha, preparar las maletas y desayuno en el restaurante del hostal.
Salimos temprano con dirección a Castrillo de Polvazares, en Astorga (León),
para lo que tendríamos que salvar parte de la Cordillera Cantábrica y por el
puerto de San Glorio, por fin, avistar la Submeseta Noerte. En torno a las
13:00 h llegamos a este bonito pueblo que conserva el sabor de los antiguos
pueblos de arrieros, caracterizados por sus amplios portones por los que
habrían de entrar los carros que comunicaban la meseta con la montaña y Galicia.
Tras refrescarnos en el patio de un restaurante (La Magdalena), cervezas y cecina nos ayudaron
a realizar la penúltima de nuestras etapas hasta llegar a Tordesillas donde
habíamos reservado en su esplendido Parador. Toñi,
mientras viajábamos hacia la
ciudad del Duero, reservó el almuerzo en el mismo Parador. Y otra vez la elección fue
perfecta.
Tras
registrarnos, fuimos directamente al restaurante y tuvimos que esperar hasta
conseguir mesa. Por fin: una excelente parrillada de verduras, salmorejo, tostas
con sardinas ahumadas, carpaccio de ternera con rúcula, merluza a la plancha
sobre base de puré de patatas y setas, bacalao a la plancha sobre base de puré de patatas y verduras, filete de ternera con patatas; en cuanto a los postres,
arroz con leche, sorbete de limón, compota de manzana,
natillas… Todo exquisito.
Un rato a nuestras habitaciones y salimos para visitar la ilustre ciudad del
Tratado de su nombre (1494).
Pasado
el monumento al célebre Toro de la Vega, aparcamos el coche junto al centro
histórico y nos acercamos paseando hasta Santa María, la Plaza Mayor y las
Casas de del Tratado de Tordesillas y el exterior del Museo de San Antolín.
Regresamos a la Plaza Mayor donde plácidamente tomamos unas cervezas y
refrescos de cola. Cuando anochecía, cogimos nuestros autos y retornamos al
Parador y reservamos para cenar. Más ligero que al mediodía: consomés,
tortillas de jamón, salmorejo, etc., más sorbetes, compota y helado nos
permitieron retirarnos suficientemente saciados a nuestras habitaciones.
Martes, 14 de agosto. La noche anterior
habíamos decidido que desayunaríamos fuerte para evitar tener que almorzar por
el camino, librándonos del característico sopor que tan nefasto resulta para la
conducción. Y así lo hicimos, pero no desayunamos fuerte, lo hicimos fortísimo:
huevos fritos, bacón, charcutería, tostadas, zumo, café, bollería, fruta… Y el
camino no resultó pesado, parando para tomar café y un refresco de cola otra
vez en Almendralejo. Poco después de las 16:00 h en Hinojos y en torno a las 17:00
h en Punta Umbría y El Portil. Y todos en casa, y dispuestos a...